Some boys hate themselves
Spend their lives resenting their fathers
Some girls hate their bodies
Stand in the mirror and wait for the feedback
El gimnasio no tiene televisores. Caí en la cuenta el año pasado. La gente va y se concentra en otras cosas. Se mantiene un poco esa privacidad de cada uno con su tema: mira el celular, el espejo, a la otra gente. El culo de otra gente. El gimnasio tiene una sala especial donde las mujeres pueden entrar a un sitio exclusivo por si se sienten acosadas. Siempre hay alguien allí. Afuera, claro está, nos encontramos los otros. Y los otros miramos culos forrados en leggins, o las tetas. Yo miro, sí, con la conciencia de algo no prohibido, sino indebido, con una culpa reciente y retroactiva ante la inevitable repetición de ese acto forjado ya por la costumbre. Miro, también, a los que mantienen la mirada fija en las mujeres, sobre todo en las más llamativas. Me pregunto qué piensan los que observan cuando las examinan de manera furtiva (¿y lasciva?) y las someten a un juicio arbitrario en que el dictamen es, apenas, un adjetivo básico sobre las proporciones de ciertas partes del cuerpo. ¿Tener un culo grande refleja lo que abunda en el corazón? Yo tengo barriga y soy mala persona, pero son dos cosas independientes: no soy lo uno por lo otro, sino que soy lo uno y lo otro, puedo dejar la barriga y seguir siendo quien soy, lo que sí, definitivamente, estaría mejor con una cara más agradable. O la espalda más ancha, por lo menos.
Este gimnasio no tiene, tampoco, muchas máquinas, pero esto se entiende con su filosofía de estar siempre abierto. Hoy, martes, hubo mucha gente. Mucha fila. Debí ir más temprano, o más tarde. Podría haber ido a esta hora, en lugar de estar acá. Pero no. Estuvo lleno de caras y culos nada familiares, de aquellos que se inscriben por aquello de los propósitos futuros que caen en el año nuevo, una fecha límite para comenzar los hábitos: el primer día de verdad del 2020, luego de un jueves que se sintió como una pausa absurda entre una festividad y el fin de semana. Pienso en aquellos rostros con la determinación intacta de la primera semana del año, una muestra del optimismo egoísta que nos caracteriza: promesas de progreso individual en un mundo que ya se encuentra condenado.
Muchos de estos desconocidos compañeros se convertirán, como yo muchas otras veces, en desertores luego de unos meses. Una rutina repetida que ya ha sido descrita por otra gente que ha venido a gimnasio antes de que a mí se me ocurriera: el camino siempre lo marcan los caídos, no el tiempo. Y todo por el optimismo del año nuevo, esa otra gran rutina que establece ciclos: comienzo del año con la fuerza de la voluntad todavía intacta y el final del año como una época para hacer recuentos. Ciclos y límites impuestos a la mala cuando todo hace parte de una continuidad abismal: la semana pasada, justo el martes anterior a este, se acabó el año, o la década para algunos. y ese es un proceso que no se rompe: hoy también es martes. Luego siguió un miércoles perezoso adornado con el humo de asadores en la calle, por aquí en esta parte del planeta, o por incendios propios de un apocalipsis allá en ese lugar donde siempre llega todo lo nuevo por primera vez: a lo mejor nos enteramos del fin del mundo, ahora sí, porque Australia fue el primer sacrificado. Y sus incendios no se detuvieron con esos límites que nombramos para sentir el paso del tiempo, simplemente continuaron. Y continuarán.
La máquina de curl femoral debe estar ocupada ahorita. Y mañana. Y después. Y cuando vuelva al gimnasio tendré que esperar a que otro termine para yo continuar este trabajo que estoy haciendo con mi cuerpo (y con mi mente, y con mi espíritu, si está por ahí escondido en algún lado), esa conexión de todos los sistemas que somos nosotros. Volver al curl femoral no es comenzar de nuevo sino continuar: ya inicié la rutina, y ahora debo sumarle repeticiones, día de por medio, hasta que encuentre otra rutina que rompa esta secuencia, o llegue alguna cuña contundente que indique que se trata de un final definitivo. Hoy no era martes, ni el comienzo "cierto" de la primera semana de un año nuevo que es igual a todos los anteriores, hoy era el día de pierna, y el gimnasio estaba lleno.
LCD Soundsystem - Tribulations
Arcade Fire - Creature Comfort
Don't Quit!
martes, 7 de enero de 2020
jueves, 19 de septiembre de 2019
Road To Nowhere.
Hace casi tres semanas comenzó el torneo de fútbol de la universidad, como siempre, y apenas jugué me dolieron las piernas. Me duraron doliendo unos días, entonces fui al gimnasio a medio día, en lugar de almorzar, y me puse a correr en la máquina esa que todavía no sé usar. Fui a la sede que queda en Chapinero, a la que ya he entrado tres veces. La distribución del sitio es diferente, y la gente es diferente. Los instructores no. De hecho, reconocí a algunos instructores en la publicidad que tienen en esa sede. Ya no es la perfección de otros países, sino la gracia de los de aquí. Todavía no referencio a mis compañeros de rito en Chapinero, pero en las Américas ya dos personas me saludan, con alguna reserva.
Siempre me ha pasado eso. Voy a lo que voy. Y voy a mirar, también, esa curiosidad que me da cuando la gente hace ejercicio, en principio para juzgar pero luego simplemente para mirar algo. A veces me pongo a mirar a la calle, por los ventanales grandes, y veo el trancón. Si las máquinas para correr quedaran del lado de la avenida, no es que todo tuviera más sentido sino que estaría más apropiado. Pura gente sin llegar a ningún lado.
Desde el primer partido cada que voy al gimnasio me planto en la máquina esa y corro un rato. El primer día fueron cinco minutos, y ahora casi alcanzo los 10. Como siempre llego en bicicleta lo único que hago es estirar, porque doy por descontado el cardio. Pero montar en bicicleta no es lo mismo que correr, y mi cuerpo me lo recuerda.
Cuando corro sudo mucho, y me pongo colorado. Empiezo a recorrer el cuerpo haciendo un chequeo de qué duele y qué no. La rodilla izquierda, como siempre, no colabora. Cuando corro y me fijo en mi rodilla izquierda caigo en la cuenta que hay ya cierta dificultad con algunas cosas. Puede ser algún síntoma de la edad, como lo puede ser el tratar de poner las pesas en su sitio cuando termino la rutina, o antes, porque la gente va al gimnasio a ponerse audífonos para hablar constantemente unos con otros, gemir y a que le alcen el reguero. Eso es una constante, a la gente no le gusta alzar el reguero, en ningún lado, y yo me estoy fijando en eso. La rodilla, las piernas, y alzar el reguero pueden ser un síntoma de mi edad. Y eso me preocupa. Me preocupa más que las canas, o que las arrugas.
Ya no protesto cuando corro. El primer día le tenía mucha pereza, pero lo hacía para adaptar el cuerpo a usar las piernas de esa manera. Ese día corrí un poquito más de lo que pensé que podía, con todos los cansancios que llevo puestos. Y cada día que lo hago corro un poquito más, sorprendiéndome de la tolerancia a la explotación física a la que me someto: casi veinte kilómetros diarios en bicicleta, ayuno algunas veces, y correr, aunque sea poquito.
Cuando corro sudo mucho y siento rara la rodilla. Pero sigo corriendo, y me dan ganas de correr todos los días. Me pasa lo mismo que con la bicicleta: me da pereza montarme, pero arriba es otra cosa. Otro mundo. Es otra forma de silencio.
Talking Heads - Road To Nowhere
La Roux - Uptight Downtown
miércoles, 4 de septiembre de 2019
All I Want.
Tener la espalda quemada por el sol es una sensación nueva. O no tanto nueva, sino poco común porque es resultado de algo que casi nunca hago: exhibirme sin camiseta en tierra caliente. Con la barra en la espalda la incomodidad es más intensa, pero igual creo que los gimnasios son templos del dolor.
Alrededor la gente gime, o grita, expresiones instantáneas a las que sucederán algunos calambres y molestias musculares. En mi caso, aparte de las consecuencias de estar jodiendo toda una tarde sin camiseta, me duelen los muslos. Es una vibración baja en la parte más ancha de las piernas. La siento al pararme, y a veces al subir escaleras. Todos los tejidos que me componen tratando de recuperarse de esta forma de estrés que resulta de montar en bicicleta todos los días y de venir ocasionalmente al gimnasio. Los brazos, también lastimados por el sol, no duelen, solamente permanecen rojos, y ya lucen un poco la resequedad característica de ese proceso: la piel muerta, de a poquitos, que brota en el aire, como una bruma. Es aquí donde más caigo en la cuenta de todo lo que voy dejando atrás, una huella que dejo en el piso, boronas de mí mismo que son el efecto visible de salir de viaje en un día feriado.
No hago mucho esfuerzo para arrojar mis cenizas. Ellas vuelan con total libertad, y en cantidad alarmante, todas en movimientos circulares aprovechando el silencio estéril que me rodea cuando camino, o que emergen hacia arriba justo después de saltar. Hay algo de bello en todo eso, el contraste de aquello que se pretende construir y lo que evidencia la destrucción. El dolor de los músculos, resentidos por el uso, y el suave baile de mis restos que se desprenden sin ningún anuncio. Sigo la rutina entendiendo que a fuerza de repetición se logra algo, pero me pierdo en esos pequeños puntos blancos que dejo en todo lado. Estoy nevando. Estoy siendo reducido a nada, con la cantidad de piel que voy dejando. Muriendo de a poquitos, de manera mucho más evidente. Son tantos los restos que me preocupo. Miro mis brazos, pero siguen enteros. Sigo aquí, completo, a pesar de todo.
Tener la espalda quemada por el sol no es excusa para dejar de cargar la barra y comenzar las sentadillas. Ese sonido de algo que se rompe aparece de nuevo. Esta vez no soy yo. Es mi pantaloneta.
Termino la serie, en medio de mi misma tormenta. Me toco el culo, sin poder ver la magnitud del daño. Me río, porque no hay nada más qué hacer.
Me río solo, rodeado de mí mismo.
miércoles, 14 de agosto de 2019
Emotional Haircut.
En la salita esta que no tiene nada sino dos sillas, una báscula con dos lacitos para medir la masa muscular y un estante, estamos Daniel y yo, reunidos. Daniel dice que estoy muy gordo. Es una apreciación bastante obvia, la verdad. Y sigue hilando obviedades: que la mejor arma no es tanto el ejercicio sino la dieta, y una vez me prometo hacerlo mejor, porque ya lo sé, porque todo esto es obvio, y sin embargo acá estamos, Daniel y yo, en la sesión de valoración en el nuevo gimnasio. Este es el tercer gimnasio al que asisto, y es la cuarta o quinta vez que lo hago. Según la aplicación que guarda las rutinas, la última vez que estuve en uno fue en noviembre de 2017. Hace casi dos años.
Y en dos años han pasado muchas cosas para que las cosas sigan igual.
En la mesa de noche ahora hay una matica que me dieron la otra vez por lo de un grado en la universidad, hace dos años, la misma época en la que por última vez iba al gimnasio, pero sin el dolor de espalda. La dejé en el patio de la casa, que hace mucho tiempo estaba llena de matas, tal vez por eso mismo, pero hace unos tres meses la rescaté y la tengo ahí, supuestamente para ayudar a limpiar el aire en el cuarto. Procuro dejarla a la luz del sol, y regarla de vez en cuando, siguiendo un método empírico de prueba y error, valorando apenas su aspecto. Ahora tiene unas ramitas más que antes, y un color más intenso. No fue solo el tiempo, sino un poco de cuidado. Tengo la mata en la mesa de noche y el reloj en la pared para seguir el paso del tiempo, como si los días o las fechas del calendario no marcaran nada, y tal vez es eso: se necesita una mejor forma para seguir el tiempo. Ahora está más verde, y dentro de poco habrá que conseguirle una matera más grande.
El gimnasio, a pesar de ser diferente, presenta los mismos síntomas de los otros en los que he estado. Ahorita estoy pagando un poco más por la conveniencia de que esté en la ruta a mi casa siempre, para evitar excusas. La última vez pagué 6 meses de subscripción sin asistir, por eso mismo: me llenaba de excusas para desviarme. El título del blog es “Don’t Quit!”, pero debería ser “El Triunfo de la Inconstancia”. O algo así. Pero hacía falta. Un señor (un señor más señor que yo) me preguntó el otro día, en la oficina, si no me daba pereza andar todos los días en bicicleta. No recuerdo en dónde fue que leí que montar en bicicleta no era que quitara la depresión sino que después de bajarse no daban ganas de morirse, y la respuesta fue por esas mismas líneas, y que me hacía falta un poco más del otro ejercicio. El de sentir los brazos (no tanto las piernas, por la bicicleta) no tan sueltos, y dejar de pensar que llevo un vestido de gordo en un cuerpo casi sin músculo. Levantar cosas, sudar, eso hace falta, también, así uno quiera morirse luego. Le dije a Fernanda, que lleva toda la vida levantando cosas (aunque ahora las levanta a medias: hace crossfit, pero ya se le pasará), le dije que luego del primer día sentía un dolor bonito. No el eterno dolor de espalda, o el de la ansiedad, que es dolor a otro nivel, sino es lo que debe sentir la matica de la mesa de noche cuando le dan ganas de crecer. Un dolor bonito. El viernes pasado hice la rutina de dos días, porque el miércoles, festivo, me inundó la pereza, y todavía me duelen las piernas. El viernes anterior a ese subí el puente de la 26 con 50 con el amor en la bicicleta (¿qué tanto pesa el amor?, pesa más que levantar cosas pesadas), y me dolieron las piernas, y sentí el corazón a mil, y los pulmones al rojo vivo, un ardor en todo el cuerpo que liberaba presión en forma de carcajadas, todo un dolor apaciguado por un montón de adrenalina. Pero todo eso siempre es un dolor bonito. Un dolor hermoso que comienza a reconfigurar vainas, que surte efecto en algo. Pienso, tal vez, que distrae. Un dolor que distrae de todo lo otro que hace daño.
Llevo tres semanas yendo al gimnasio. Todavía estoy aprendiendo a no mirar cómo hace ejercicio la otra gente, porque no importa si fallan en la forma (yo, tanto que miro y repito y me preocupo, y lo hago mal) sino que están allí. El progreso es progreso, y lo mío es todo lo contrario. Estoy comenzando, de nuevo, y no puedo estar en esa posición para valorar qué o cómo hacen los demás. Llevo tres semanas aprendiendo a dejar pasar si hacen todo mal, o todo bien. Cuando uno medita la idea es fijarse en algo y darse cuenta que todas las cosas que a uno se le ocurren son pasajeras. Cuando medito el corazón late igual, o un poco igual, mientras algunos pensamientos pasan a primer plano: mis cosas, mis deberes, mis reacciones, mis opiniones. Limitarse a levantar cosas pesadas es un poco más de eso mismo, dejar todo atrás, estar en ese momento. No encerrarse en una versión del mundo con uno como protagonista, sino uno más. Juzgar es imponer un poco la voluntad propia en la vida de los demás. Y eso como que no importa. Eso es como tan chiquito.
Cada que suena la alarma de la aplicación de la rutina en el celular sé que es el momento de la acción, que la pausa ha terminado. Soy uno con la barra de metal y los discos de quince libras. Soy uno bajando y subiendo, soy uno en ese movimiento que, a decir verdad, no tiene un propósito claro para el gran esquema de las cosas, un movimiento que no va a cambiar el mundo. Pero soy uno con el aire que exhalo. Soy el latir acelerado y el cuerpo acalorado. Soy las piernas temblorosas llenas de un dolor bonito.
miércoles, 8 de noviembre de 2017
How Do you Sleep.
Está uno recostado contra uno de los racks descansando el alma y el cuerpo y considerando el por qué es necesario volver a levantar cosas pesadas una y otra vez luego de suspender esa actividad, de nuevo, un tiempo. Esta vez por una gripa y un malestar estomacal no simultáneos que duraron casi semana y media, recostado midiendo los estragos de la falta de entrenamiento por miserables diez días. Diez. El corazón se escucha por encima de los audífonos, que aúllan más que todo el ruido de la vida y el mundo dentro del recinto este con todo lo que contiene, la música absurda y los gemidos casi orgásmicos de la demás gente toda levantando cosas pesadas una y otra vez. Pero me concentro luego de la tercera serie de la prensa militar, tras aligerar la carga de la barra que ahora de manera visual se siente un reto minúsculo, irrisorio, porque todos los que estamos aquí sabemos que levantamos una y otra vez cosas pesadas evaluando nuestro límite con los ojos: solo necesitamos ver que es algo muy, muy pesado, para intentar moverlo. No importa si se hace bien: una aproximación mediocre y ligeramente exitosa puede ser la mejor recompensa. Y, después de eso, la verificación exhaustiva en el espejo midiendo los músculos que no han crecido nada en los últimos segundos, aunque nos convencemos de lo contrario. Entonces sigo concentrado en el fracaso íntimo de una barrera que siento nunca voy a superar, y que me enfrenta no contra la depresión de saberse débil sino la que da siempre luego de romper la constancia. Pero prefiero esa a la otra, la de lo externo, los síntomas de una crisis de esas existenciales que me urgen mandar todo a la mierda. Prefiero sudar y descansar antes de volver a levantar la barra hasta que me duelan las muñecas.
Pero viene alguien que rompe el hechizo. Una mona, una joven rubia (porque ahora todo el mundo es joven, una de las desventajas de acumular días y días y días: se pone a uno a celebrarle aniversarios a las cosas que ya conoce, o vivió, o de las que fue testigo alguna vez) con ojos de un color curioso que se no siente real, y con el rostro envuelto en uno de esos filtros que usa instagram cada que reconoce a una persona en la cámara del celular. Me fijo en los detalles áridos de toda ella que revela un paisaje artificial, adornado por la consabida ropa de entrenar de marca. Las tetas, el culo, esculpidos con maestría, y la cara vacía de vida. Dice cosas. Saluda, me pregunta cómo estoy, a lo que respondo con el universal resumen ejecutivo: bien, pero no devuelvo la cortesía, no es necesario. Quiere saber si me demoro en el rack. Le digo que me faltan cuatro series, y entonces sonríe juntando todas las piezas de su rostro y muestra unos dientes muy blancos diciendo que mejor espera a que termine. Y se va. Y me quedo mirando. Veo como deja de ser una aparición personalizada para fundirse en el fondo del escenario, veo como se pierde entre tipos grandes y gruesos que tienen torcido el tronco hacia el frente, con la parte trasera de los deltoides poco definidos, lo que ocasiona esa egocéntrica joroba; perderse entre otras mujeres más que definen su apariencia con ayudas poco verosímiles que no entiendo; entre otras dos o tres viejas que siento que son hermosas pero que, al final, pueden ser otro tipo de espejismos; perderse entre los grandulones de siempre que utilizan un cinturón para hacer curls de bíceps. Aunque, claro, al frente de todo eso, inmerso, aunque no quiera reconocerlo, estoy yo, juzgando, detrás de mi generosa capa de grasa, que elimina automáticamente la validez de cualquier crítica.
Once you befing lifting, dice el dicho, you’ll be forever small. Hoy, luego de diez días, pude completar toda la serie de barras, y los fondos. Los brazos me arden. Siento unas, tal vez, quince mil picadas pequeñas en cada muslo, luego de las sentadillas. Siento la espalda mojada. Me retruenan los oídos. Siento los brazos flacos. Veo a la maniquí entrenar sus gemelos con la pareja de turno. Suena la alarma de mi celular. Veo la barra, y me sitúo debajo de ella. Luego de mucho esfuerzo me rindo a la tercera repetición. Suelto un hijueputazo de pura decepción. Ya siento las quejas de todo el cuerpo por la ausencia de ejercicio, aunque no tanto por eso como por la terquedad de volver hoy, en lugar de no hacerlo nunca.
Vuelvo a resetear la alarma del celular. Vuelvo a recostarme en el rack. Hijueputa barra, pienso, si pude con las sentadillas, no me va a quedar grande la prensa militar.
miércoles, 20 de septiembre de 2017
Everything Is Going To Be Ok.
A la bicicleta se le rompió un pedal que se notaba estaba fallando desde hace un par de días, el sonido del traqueteo que llegaba por encima de los audífonos, hasta que finalmente cedió y me dejó con la pierna derecha inactiva en el movimiento circular ese de transmitirle energía a la rueda trasera para poder andar. Tuve que caminar el centro de Bogotá (un lugar que odio pero que al mismo tiempo me ha empezado a gustar por lo gris, lo brusco, lo hostil, lo particularmente difícil) hasta llegar a la oficina para dejar la bicicleta parqueada casi todo el día hasta la hora de la salida. Al final dejé que el impulso de la gravedad (porque el centro es una colina, y siempre que salgo de ahí esa inercia me ahorra mucho el trabajo, no es tanto eso de que llego más rápido a la casa porque salgo de trabajar, sino porque voy en bajada) me llevara a un taller de esos por los que paso todos los días para poder comprar el repuesto. Es muy fácil una situación así, falla algo y entonces uno le busca el arreglo. No hay apego, no hay drama, no hay ansiedad por aquello del cambio o el miedo a algo nuevo: cambiar un pedal por el otro. Pagar por eso. Montar en la bicicleta, y no volver a escuchar ningún síntoma de que algo anda mal. Una normalidad relativa. Esto es, claro está, hasta que cae una gota ancha del cielo, amenazando con una tormenta que nunca va a llegar.
La espalda ya no duele. Estiro día de por medio, estoy atento de lo que me dice el cuerpo, y trato de asumir la cautela que viene con la edad. No tanto con resignación sino con sabiduría. Algo tiene que quedar después de tanto tiempo. Algo, al menos. Veo a los demás en el gimnasio levantando cosas supremamente pesadas, empujando con la barriga, con el parche sin nada de cabello encima de sus cabezas, con la fuerza que les da saberse observados, y comparo (porque uno siempre compara, así diga que no, y es por eso que para algunos todo este ritual de levantar cosas pesadas es una competencia tácita entre unos y otros, así este uno no participe plenamente en ese asunto -más que nada porque ya dejé de mirar mal a los que hacen las sentadillas a medias, simplemente porque evitar el juzgar mejora un poco el día a día y aligera el alma, como si yo resultara completando las sentadillas que ellos no hacen-) su avance con el mío, que se vio truncado un mes. La barra se siente pesada, aunque no lo parezca. Las muñecas me duelen con la presión de la prensa militar. La espalda con las dominadas. El cuerpo se va despertando de a poco, y lo voy sintiendo cada día mejor, aunque la diferencia no se haga muy evidente que digamos. La báscula donde me peso dicta otra historia diferente, un aliciente que contrasta con las arrugas que me veo más y más profundas con cada día que pasa. Con cada día nuevo puedo seguir levantando más y más peso, algo que al final no tiene una utilidad real.
Pero se siente tan bien.
sábado, 5 de agosto de 2017
Slow Slippy.
Al principio fue un sonido de algo que se rompe. Lo primero en que pensé fue en la manera en que le suena la boca a uno cuando come algo crocante, esa sensación de crujido dentro del cráneo que se va volviendo insoportable. Pero nada se rompió. Sonó, sí, como el machimbre de las casas viejas al estirarse por la noche mientras espera que todos duerman; como las sillas cansadas de algunos sitios que se resisten a ser reemplazarlas demostrando tercamente su integridad a pesar de esa acústica evidencia; como cuando el perro come huesos con o sin hambre, siempre con el mismo calculado mordisco, todos sonidos indicando alguna poca flexibilidad, pero insinuando cuando algo se vence. Ese chasquido largo y distendido desde la parte baja de la espalda, con pequeñas ondas que se van ramificando por todos los músculos y se transportan a las piernas en forma de calor. Luego el dolor. El hijueputa dolor. La barra suspendida a la altura de la mitad de mi cuerpo, la cara roja, las manos apretando a pesar de todas las alarmas que emite la parte baja del cuerpo diciendo que suelte, que vaya para otro lado. El pecho hinchado, el corazón latiendo. Mil cosas sucediendo por dentro, contradiciendo órdenes, emitiendo algunas nuevas. La respiración deja de ser pausada y, de nuevo, la punzante sensación a la hora de doblar el cuerpo y bajar la barra, dejarla a la altura de las rodillas para por fin soltarla. El estruendo que hacen 80 kilos cayendo precipitadamente al piso. Las manos en la cintura, la cabeza gacha, los ojos bien abiertos sin ver realmente nada. El sudor baja del pelo, un poco más largo de lo normal, atraviesa todo el camino por las mejillas y se junta en el mentón, salta en caída libre y es interrumpido en su vuelo por mi barriga agitada dentro de la camiseta del equipo ruso que suelo usar. Siento un hormigueo en las piernas que no me gusta nada, y tengo razón: el hormigueo va a durar aproximadamente dos semanas más. El dolor en la parte baja de la espalda todavía no se acentúa. Sigue allí, emitiendo réplicas alarmantes pero no alcanza todavía esa magnitud casi paralizante. Al día siguiente lo sabré con certeza. Repaso mentalmente el movimiento que acabo de hacer, como si fuera visto desde afuera, tratándose de otra persona. Uno de los tantos vídeos sobre peso muerto que he visto durante todo este tiempo. En la barra no está el peso total de la serie que debo realizar. Es apenas el calentamiento. Voy en la mitad de la rutina. Debo parar, pero no lo hago.
Una de las cosas que se suele decir es “escucha a tu propio cuerpo”. Vivo con un hombro que traquea cada que hago dislocaciones. Traquea, también, el tobillo derecho, casi que a voluntad, desde hace unos veinte años. Se siente raro tener que establecer un periodo de tiempo vivido como dos décadas, pero eso es lo que lleva sonando mi tobillo. Estiro los dedos del pie y trazo un movimiento circular, ese es el ritual para generar incomodidad en quien me escucha. Es un ruido horrible. En la misma pierna siento la rodilla como en un hilo. Es un término de mi abuelo, aunque él lo utilizó con el hígado, una señal para que no le diagnosticaran cirrosis. Que sintió el hígado en un hilo, entonces dejó de tomar. En mi caso, uso el término porque hay cierta dificultad a la hora de controlar el movimiento. Puede ser por la bicicleta. No hay que bloquear totalmente la rodilla, ni extenderla mucho, hay que garantizar un ángulo de unos trece grados, digamos, cada que se pedalea. Pero no lo hago. Es solo la rodilla derecha. La siento débil, pero no me falla. Es un hilo resistente.
Mientras sudo y me concentro en el dolor, desaparece la música de mi celular, también el escándalo del gimnasio, la mezcla de gemidos, risas y el metal moviéndose, o más bien siendo interrumpido en su trayecto. No veo a los demás hablar por encima de los audífonos, o saludarse a dos tiempos con el choque de manos y luego la palmada sosa que quién sabe cuándo ni cómo o por qué se instauró como un nuevo símbolo universal. Trato de evaluar el daño: sigo de pie. El calor en la cintura. La barra cargada, en el piso. Dejo que pase el tiempo, noventa segundos, para intentar de nuevo. Fallo luego de dos repeticiones. Me agacho. Duele. Libro a la barra de los discos de veinte kilos, y duele de otra manera. Trato de hacer la primera serie de remos, pero es insoportable. Busco mi mirada en el espejo. Los sonidos parecen recuperar su nivel, y yo me estanco en mis movimientos. Pienso en las modelos de instagram que miro todos los días paseando en yates o en carros lujosos, especímenes perfectos de algún tipo de abundancia. En los barbudos de youtube con sus sermones chistosos y consejos que en algún momento se me escaparon. En los mutantes del gimnasio, seres anchos de espalda con las piernas delgadas, triángulos andantes, que gritan cada que terminan una serie. En los gordos que usan cinturón para hacer curls de bíceps. En la instructora que camina erguida, maquillada solo en sitios específicos de la cara, dejando que su acné pueda respirar, concediéndole el tiempo necesario para que se cure por sí mismo. En la manera en que sus nalgas hacen un guiño cada que da un paso. En mi triste e inmóvil reflejo, en medio de tanto alboroto, fijo en la pared del fondo. Pienso en si alcanzo a llegar a casa. En lo desastroso que puede resultar sentarme en la bicicleta. En qué debo hacer. Si tomar una ducha, o salir de una vez. El aire se siente cálido cuando respiro por la boca. Me siento roto. Considero opciones peores que dejar de venir al gimnasio: en no poder practicar un deporte. En pasar el hilo de la rodilla derecha a la parte baja de la espalda. Siento que si doy un paso voy a partirme en dos, como en esas viejas caricaturas.
Luego de la primera semana, con mucho reposo, algunos ejercicios y con la garantía de tres médicos diferentes de que no se trata de nada grave, pienso en volver. Pero duele al sentarme. Una bola de nieve que comienza desde la nuca, recorre la colina de la espalda y se estrella contra mis testículos. No es nada grave. Es solo dolor. Un espasmo. Solamente eso. Se recomienda reposo. Y estirar de esta manera. No sentarse. Reconozco una presión incómoda en la espalda, no logro deshacerme de ella de ninguna manera. Imagino ser halado por las extremidades con fuerza, aliviando esa tensión. Pero no sucede nada. La debilidad viene acompañada de los cambios físicos. Los brazos dejan de parecer algo ligeramente sólido. Son muchas más las zonas que tiemblan frenéticamente cuando me cepillo los dientes, un recuerdo de hace unos 17 kilos. Acostarme boca abajo, haciendo cobras. Sintiendo temblores raros en el muslo izquierdo. Son las cosas que se van acomodando, dicen. No es nada grave. Es solo dolor. Sigo con las recomendaciones, escuchando a mi cuerpo. Luego de dos semanas de acostumbrarme a sus gritos, de sentirme literalmente sordo ante sus ruegos, vuelvo al gimnasio. Luego de hacer cardio, de sostener mi cuerpo con mis brazos haciendo fondos, salto a las barras laterales, y dejo que la gravedad haga lo suyo. Luego de varios intentos, de estirar, de las cobras, del YTWL boca abajo, siento que algo se libera, el dolor cede un poco. Me suelto. Siento que hay partes de mí que rebotan luego de caer. Levanto la mirada, y noto a casi la misma gente que ha seguido viniendo al gimnasio durante estas dos semanas. Noto cambios en su complexión. También en la mía. Todavía no estoy preparado para seguir con el mismo ritmo, pero me monto en los aparatos de cardio y los configuro para mucho más tiempo del usual. El sudor no tarda en llegar.
martes, 18 de julio de 2017
Crystals.
No sé de dónde los gimnasios por lo general tienen la costumbre esa de hacer el muro de la entrada transparente, es decir, crear una ilusión de división entre dos lugares que no son iguales. Bueno, esto pasa en los bancos, y en otros establecimientos, pero me parece que la fractura que crean entre esas dos realidades, los de afuera y los de adentro, es intencional. Es, por un lado, mostrar a los de adentro, todos con su uniforme para sudar, haciendo piruetas, o corriendo, o levantando cosas pesadas, todo casi que sincronizado con una música que, tampoco sé de donde, sacan que es lo mejor para hacer ejercicio. Y, claro, están los de afuera. No sé qué hay afuera, o qué quieren que veamos. Afuera hay gente que se queda mirando como si los de adentro fueran ficticios, una de esas versiones de las cosas que existen en las pantallas a las que todos tenemos acceso, tal vez por eso el marco de cristal tan convenientemente puesto de esa manera, convirtiendo lo de acá un entretenimiento para los de allá, algo que se refuerza al ver el comportamiento de todos ellos, hablando aunque no se escucha nada, delatando en sus sonrisas burlas en las palabras que intercambian los grupos o, si hay alguien solo, en la manera en que consume el alimento que tan cómodamente lleva en la mano, convirtiendo el acto de comer en una declaración de principios y no en la simplicidad de satisfacer algún antojo. Es decir, la división es un cristal transparente que refleja una realidad que ninguna de las dos partes quiere reconocer, o de la que quiere hacer parte. Esto choca, también, con la necesidad de tener espejos en las paredes de adentro del lugar, en donde se puede ver a toda la gente haciendo lo mismo que uno hace, de mejor o peor manera, y sobre todo si uno está cansado de verse uno mismo. Lo que para algunos no es difícil. A pesar de las múltiples imágenes verificando la existencia de si mismo, hay quien se preocupa más por documentar lo que está haciendo, o cómo, valorando más la aprobación de un tercero que en el simple acto de introspección: perderse en la respiración, o la debilidad de alguna parte del cuerpo, el ardor del músculo que se relaja justo en el descanso entre las series, el sistema nervioso que lucha por regresar a la normalidad luego del esfuerzo, ese hormigueo que se siente en la punta de los dedos luego de apretar continuamente la barra olímpica, o el calor general que se evidencia con las gotas de sudor que surgen siempre de entre el cabello, que pica al llegar a los ojos, que lleva ese toque salado al entrar en contacto con los labios, todas esas cosas que suceden dentro del cuerpo, pero que se tienen en cuenta solamente a la luz de los resultados de todo eso: los músculos más grandes, las venas hinchadas, todo lo que uno mueve y estresa y reconfigura por dentro para resultar midiéndolo con una regla o con piropos por fuera.
El nuevo gimnasio tiene la entrada transparente, pero no ubica a los suscriptores en una alineación casi que de batalla contra el mundo exterior, sino que los enfrenta a una pared al interior del recinto. Los de afuera pueden observar todos los movimientos de los de adentro (nadie los obliga, y lo siguen haciendo), pero los de adentro tienen varias opciones para dirigir la mirada. Al frente está el muro de los vestidores, donde, sin querer, se registra la transformación del transeúnte al suscriptor, o en el sentido contrario. Hay cierta tensión al dirigirse a la salida, tener que enfrentar a la multitud que sigue montada en todos los aparatos, que igual pueden evaluar si alguien merece el descanso, o el retiro, al mundo de afuera, teniendo en cuenta la humedad de la ropa que uno lleva, o el color en las mejillas, o el nivel de brillo que alguien tenga en la mirada, lo que puede obedecer a un factor diferente al cansancio físico, puede ser bien hambre, pensamientos por anticipado de todo eso que va a pasar y que todavía no ha pasado, o simples ganas de morirse, pero no por fatiga. También hay una serie de televisores colgados en la parte superior, todos con algún canal deportivo. Hay más canales por suscripción que deportes para ver. Muestran resúmenes de lo que ha pasado en el día o la semana, o tal vez haciendo un recuento de algún evento histórico. O, también, un programa con varios señores un poquito pasados de peso hablando de algo que hace mucho no practican, o que nunca han practicado. La falta de cubrimiento del deporte “en vivo” se puede resolver bajando la mirada. A la izquierda se encuentra el área de pesas libres, las máquinas de fuerza, y los salones de entrenamiento funcional y spinning, que siempre encuentran la manera de estar llenos. A la derecha está el cristal, al que cuesta mucho prestarle atención más de algunos segundos. No es interesante. Solamente hay gente que pasa o que mira con mucha curiosidad, como si todo esto fuera algo del otro mundo.
miércoles, 7 de junio de 2017
Interlude: New World.
La cita era a las 6:30 de la mañana, me desperté a eso de las 6, tal vez antes, porque no pude dormir en toda la noche, pero llegué a tiempo. La que me atendió esta mañana se llama Katherine, que es algo más que recepcionista. Ella me dijo, pero no recuerdo. Algo que tenía que ver con terapias o algo con el cuerpo. Hizo las preguntas de rigor, y las mediciones del brazo y pierna derechos, luego del pecho, cintura. La estatura. El peso. Según esa báscula estoy debajo de lo que pensaba, lo cual es bueno. Este otro gimnasio queda algo alejado del que siempre voy. Iba. El antiguo, que trasladaron de un lugar a otro, quedaba a tres cuadras de mi casa, primero, y ahora en la misma manzana. El valor de la mensualidad está, ya, muy caro, por lo que escogí esta otra opción. Queda a 5 minutos en bicicleta. Lo primero que uno ve al llegar: 16 caminadoras, otro número similar de bicicletas estáticas y escaladoras. Muchas máquinas para hacer cardio. Luego las máquinas para los brazos. Unas tantas menos para las piernas (porque como en todo buen gimnasio lo menos importante son las piernas). Luego, al fondo, está el rack para las sentadillas. Solo hay uno, en todo ese mar uniforme, separado, por secciones. Casi como una isla. Casi. En el centro del gimnasio hay un aparato de esos en los que se puede fortalecer uno para escalar muro (ese es el próximo objetivo, pensé la semana pasada) y otros ejercicios que hace la gente con entrenador personalizado. Entrenamiento funcional, o crossfit. El aparato se parece un poco a las casitas metálicas que hay en todo parque. Esta casita metálica está siempre ocupada.
Cuando llegué, Katherine abrazaba una cobija pequeña, no sintió cuando le hablé ni nada de eso. Reconoce que existo, luego de un momento, y me hace seguir, al fondo, para que hagan la valoración. La entrada a la zona de entrenamiento tiene dos puertas giratorias que se activan cuando uno pone el índice en un sensor biométrico. La pantalla del panel numérico, luego de identificar la huella, muestra un mensaje de bienvenida, con una frase que supuestamente debe motivar. Esa es otra de las diferencias: se especializan en la parte de la motivación. Mi motivación es otra, es obligación. La disciplina. Luego de eso vendrá el hábito, luego los resultados. O, por lo menos, el seguir en eso. La misma Katherine hace la valoración. En un estante se ve el casco de su moto, todavía mojado. Apenas se sienta envuelve las piernas en la cobija. Tiene en la piel las manchas que distingue a la gente cuando trasnocha. No sé si lo que más le afecta es el sueño, o el frío. Tal vez por eso no pude dormir, porque desde temprano se puso a llover y estaba esperando que acabara para ir a entrenar. Le pido que la rutina sea con barra libre en lugar de máquinas, y luego echa por el suelo su presentación porque, dice, la rutina es generada por el sistema del gimnasio. No hay que ser, necesariamente, algo relacionado con terapias, o con el cuerpo, para seleccionar cosas en la pantalla de registro de asociado. Katherine dice que lo importante es hacer cardio. Pero también que lo importante es la dieta. Y lo importante es ejercicios para hacer fuerza. Sigue hablando de todas estas cosas importantes, y sonríe, porque termina diciendo que sí, que lo más más más de todo es estirar. Ojalá antes, durante, y después de la rutina. Todo es importante. Yo no sonrío, y ella se pone seria. Ambos mostramos el sueño de manera diferente.
Según el correo que recibo un rato después, tengo que ir 5 días a la semana. Según eso tengo que hacer un montón de cosas que no quiero o, más bien, a las que no les veo sentido: hacer lat pulldowns, curls, shrugs, hip trusts y cosas así. Eso en el primer día. En una parte dice que me demoro 47 minutos en la rutina, aunque 40 minutos corresponden a dos sesiones de cardio al comienzo y al final. En los 7 minutos restantes tengo que hacer 8 ejercicios diferentes, 20 repeticiones de cada uno. Mi guía es el PDF que veo en el celular, levanto la cabeza y no hay nadie supervisando ni corrigiendo a otros. El lugar es tan grande que esa camaradería del gimnasio de barrio queda enfrascada en sitios puntuales: la gente se acerca para saludar, hablar de algo muy corto, reír, y seguir en lo suyo, por aquello del trayecto. Dejan el saludo para seguir en lo suyo. La diferencia entre los instructores del gimnasio antiguo, y este, no es mucha. Entre la gente tampoco. Entre el aspecto de la gente, sí, sí hay una diferencia diciente. Todos venimos a este lugar para mejorar la apariencia, pero aquí se siente más que hay cierta etiqueta a la hora de sudar.
martes, 28 de marzo de 2017
Hey.
El tipo se acerca luego de estar mirando. Que no haga así la sentadilla, que las rodillas se me van a joder. Que él hacía 145 libras (unos 80 kilos, dijo él) hasta que pum, se jodió la pierna. Le dije que siempre la he hecho así, que a veces paro, que luego vuelvo al gimnasio, que es por la edad. El tipo se ofende, que lo que pasa es que ya no se puede agachar a jugar con los hijos, pero que es por hacer así la sentadilla, rebotar en el fondo, bajar un poco más de paralelo. Comienza a hablar de los hijos, yo solamente le digo algo de la edad, que ambos estamos viejos, que se nos ve, pero el tipo comienza a contar otras cosas, que le tiene miedo a los ejercicios compuestos, que ahora hace todo con las máquinas, que ahora hace biceps, pero sentado, que lo tome con calma, que no es de hacerse daño, pero que un día él pudo levantar 80 kilos y entonces se jodió la rodilla y entonces yo también me la voy a joder, que no se operó porque para qué, y que ahora siente que no puede hacer fuerza ni nada, y yo lo miro y sigo callado, no digo que una vez levanté 95 kilos, más de 200 libras, que fue especial la vaina porque eso fue lo más pesado que estuve alguna vez, que me tuve a mí mismo del pasado en el lomo y fui capaz de hacer cinco series de cinco conmigo encima, algo mucho más literal de lo que se puede creer porque todos los días ya tengo que cargar conmigo pero esa vez lo hice el doble, que me mama que me hablen cuando no quiero, que me emputa cuando suena el teléfono en medio de la rutina, que se me hace un sinsentido hablar de cosas sin importancia, de nada, con desconocidos, a los que nos une apenas un lugar en común porque no tengo ganas de interactuar con nadie porque estoy ocupado, que si bien hay música a todo volumen no es un bar, no hay que mirar a alguna vieja a ver si por medio de los espejos le devuelve la mirada, mucho menos incitarla a conversar, que no hay ninguna camaradería en nada por ir vestido de una manera para mover cierto peso constantemente hasta sudar y hacer crecer los músculos en su mayoría los de los brazos, porque para algunos lo importante no es tener fuerza sino volumen aunque las dos cosas no es que estén muy ligadas tampoco, que me está quitando un valioso tiempo porque ya sonó la campanita en el celular para el descanso lo que le da cierto aire serio al asunto porque no es simplemente mover los músculos por moverlos cuando uno quiera sino luego de un tiempo constante, que eso, eso, de verdad importa, no sus consejos no pedidos sobre la vida, suposiciones de cosas que seguramente no van a suceder y observaciones salidas de la nada solo por creer que llevo desde que nací pasando el paralelo en la sentadilla, reflejándose en mí, en mis movimientos, por sentirlos tan desconocidos, tan peligrosos, por alimentarse de dogmas culos de boca de mil entrenadores que tienen a su cargo un gimnasio solo porque tienen el pecho hinchado y no pueden estirar los brazos por hacer curls de mala manera durante casi toda una vida, porque si uno hace mal una cosa durante mucho tiempo va a obtener un resultado mejor que el que no hace nada, que debería callarse porque no me sale ese tipo de conversación en ningún momento o lugar, que me gusta sudar haciendo ejercicio porque eso me lleva a algún lugar no sé si feliz o tranquilo o me aleja de todo, que no es que esté bravo con él por hablar sino por mi incapacidad por la charla casual, que se calle y que me deje seguir porque todavía me falta la prensa militar, el peso muerto, las barras y los fondos, que a duras penas comienzo el día y que no puedo con él al frente, que me perdone por decirle viejo, que siento lo de la rodilla, que más bien mire a la mona que está haciendo abductores porque está buena y se le nota en la mirada que necesita algo de ayuda y se debe sentir sola porque está en un gimnasio sin nadie que le hable, que la interrumpa, que le diga bobadas, la muy pobre, que hay otro tipo de gente que necesita de eso, que me deje tomar agua, que no voy por la mitad de la rutina, que me duelen las muñecas, las piernas, los hombros, que soy todo un dolor físico, más el otro dolor de siempre, que me deje fundirme en todo este esfuerzo, que no me joda, pero luego de no decir nada se va, se echa en la máquina de curl de pierna y comienza a gemir porque todos saben que el ruido está directamente relacionado con la dificultad del ejercicio que uno está haciendo, luego me monto la barra a la espalda, doy tres pasos hacia atrás, inflo de aire la barriga, bajo con la punta de los pies un poco abiertas, luego subo botando aire y con la cara roja, así, cinco veces, hasta que pulso el botón en la pantalla del celular que comienza la cuenta regresiva para arrancar otra vez con lo mismo, hoy, pasado mañana, y luego de otros dos días, hasta que algo se note, hasta que algo sea diferente, hasta que pueda seguir sin pensar tanto, hasta que no me reconozca en el espejo.
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