A la bicicleta se le rompió un pedal que se notaba estaba fallando desde hace un par de días, el sonido del traqueteo que llegaba por encima de los audífonos, hasta que finalmente cedió y me dejó con la pierna derecha inactiva en el movimiento circular ese de transmitirle energía a la rueda trasera para poder andar. Tuve que caminar el centro de Bogotá (un lugar que odio pero que al mismo tiempo me ha empezado a gustar por lo gris, lo brusco, lo hostil, lo particularmente difícil) hasta llegar a la oficina para dejar la bicicleta parqueada casi todo el día hasta la hora de la salida. Al final dejé que el impulso de la gravedad (porque el centro es una colina, y siempre que salgo de ahí esa inercia me ahorra mucho el trabajo, no es tanto eso de que llego más rápido a la casa porque salgo de trabajar, sino porque voy en bajada) me llevara a un taller de esos por los que paso todos los días para poder comprar el repuesto. Es muy fácil una situación así, falla algo y entonces uno le busca el arreglo. No hay apego, no hay drama, no hay ansiedad por aquello del cambio o el miedo a algo nuevo: cambiar un pedal por el otro. Pagar por eso. Montar en la bicicleta, y no volver a escuchar ningún síntoma de que algo anda mal. Una normalidad relativa. Esto es, claro está, hasta que cae una gota ancha del cielo, amenazando con una tormenta que nunca va a llegar.
La espalda ya no duele. Estiro día de por medio, estoy atento de lo que me dice el cuerpo, y trato de asumir la cautela que viene con la edad. No tanto con resignación sino con sabiduría. Algo tiene que quedar después de tanto tiempo. Algo, al menos. Veo a los demás en el gimnasio levantando cosas supremamente pesadas, empujando con la barriga, con el parche sin nada de cabello encima de sus cabezas, con la fuerza que les da saberse observados, y comparo (porque uno siempre compara, así diga que no, y es por eso que para algunos todo este ritual de levantar cosas pesadas es una competencia tácita entre unos y otros, así este uno no participe plenamente en ese asunto -más que nada porque ya dejé de mirar mal a los que hacen las sentadillas a medias, simplemente porque evitar el juzgar mejora un poco el día a día y aligera el alma, como si yo resultara completando las sentadillas que ellos no hacen-) su avance con el mío, que se vio truncado un mes. La barra se siente pesada, aunque no lo parezca. Las muñecas me duelen con la presión de la prensa militar. La espalda con las dominadas. El cuerpo se va despertando de a poco, y lo voy sintiendo cada día mejor, aunque la diferencia no se haga muy evidente que digamos. La báscula donde me peso dicta otra historia diferente, un aliciente que contrasta con las arrugas que me veo más y más profundas con cada día que pasa. Con cada día nuevo puedo seguir levantando más y más peso, algo que al final no tiene una utilidad real.
Pero se siente tan bien.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario