jueves, 20 de junio de 2013

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Sentado en el despacho del profe nuevo, Juan Carlos, trato de hablar con él cuando no hay palabras que nos acerquen, nos aproximen. Cuenta un poco de lo que ha visto en la universidad, una teoría que se queda en su cabeza y no puede elaborar más allá de una idea de lo que es ejercitarse. En medio de los dos, en el escritorio, está la hoja que representa lo que soy en el gimnasio; hay datos personales que no tienen cambio alguno, y otros que van a seguir contando irremediablemente lo que llevo allí, días acumulados que suman semanas y ya uno que otro mes. Debajo de esa hoja hay otra en la que se va a marcar la rutina para mi segundo bimestre, y es justo con esa hoja en la que Juan Carlos siente un miedo horrible cada vez que piensa planificar qué debo hacer, o cómo ejercitarme ahora que estamos ahí planeando un poco el futuro, algo por lo que le pagan a él (y estudia en su universidad, pienso) y lo poco que puedo tener bajo control en ese preciso momento.

De un cajón saca un metro y pide que me pare derecho. Toma mis medidas y las compara con las de la primera vez. Hay cierto cambio. En el cuello, los brazos, el abdomen, las piernas, he reducido hasta 6 centímetros, pero a la hora de pesarme solamente hay una disminución de apenas kilo y medio. Juan Carlos me pregunta cómo me he sentido con unos ejercicios de los que no recuerdo el nombre, y cuánto peso estoy levantando, en general, y le digo que realmente no sé, que cuadro las placas dependiendo de cómo me sienta (más que nada en términos de confianza) ignorando cuántas libras representa cada una. Nos volvemos a sentar, no sabe qué decirme, o cómo cuadrar la rutina. Me mira y sigo sin hablar, solamente respondo a lo que me pregunta. Le explico que duré dos semanas sin asistir, por pura falta de plata, y otra porque no se me dio la gana. Bueno, le digo que fueron tres semanas pero no cuáles los motivos, no creo que le importen. En la última semana me sentí un poco mejor, hasta más liviano, pero volví a ganar peso y por eso estaba ahí. Estaba ahí, sudando, sintiendo el calor en las ventanas, el trancón en la avenida, la música repetitiva y estridente de todos los gimnasios, los coqueteos de distintos hombres con las mujeres de siempre, y mi ahora faceta de gordo en pantaloneta.

Juan Carlos tiene una quemadura en la cara, los dedos cortos. Se le ven los músculos marcados, y tiene mal aliento. Antes de hablar conmigo estaba haciendo estiramientos con una mujer que se maquilla mucho y mira todo con cara de hambrienta, pero también con algo de asombro, porque tal vez para ella todo eso es nuevo y, creo, quiere dar una no tan mala impresión poniendo algo de empeño en cómo luce. Al salir de la oficina la veo en la bicicleta y veo mi reflejo. Estoy acalorado, el gimnasio está relativamente solo, afuera hace un día hermoso. Bajo al primer piso mientras me calzo los audífonos. Llego cansado, alzo unas pesas y me dedico a mis repeticiones luego de buscar una buena canción en el celular.