sábado, 5 de agosto de 2017

Slow Slippy.


Al principio fue un sonido de algo que se rompe. Lo primero en que pensé fue en la manera en que le suena la boca a uno cuando come algo crocante, esa sensación de crujido dentro del cráneo que se va volviendo insoportable. Pero nada se rompió. Sonó, sí, como el machimbre de las casas viejas al estirarse por la noche mientras espera que todos duerman; como las sillas cansadas de algunos sitios que se resisten a ser reemplazarlas demostrando tercamente su integridad a pesar de esa acústica evidencia; como cuando el perro come huesos con o sin hambre, siempre con el mismo calculado mordisco, todos sonidos indicando alguna poca flexibilidad, pero insinuando cuando algo se vence. Ese chasquido largo y distendido desde la parte baja de la espalda, con pequeñas ondas que se van ramificando por todos los músculos y se transportan a las piernas en forma de calor. Luego el dolor. El hijueputa dolor. La barra suspendida a la altura de la mitad de mi cuerpo, la cara roja, las manos apretando a pesar de todas las alarmas que emite la parte baja del cuerpo diciendo que suelte, que vaya para otro lado. El pecho hinchado, el corazón latiendo. Mil cosas sucediendo por dentro, contradiciendo órdenes, emitiendo algunas nuevas. La respiración deja de ser pausada y, de nuevo, la punzante sensación a la hora de doblar el cuerpo y bajar la barra, dejarla a la altura de las rodillas para por fin soltarla. El estruendo que hacen 80 kilos cayendo precipitadamente al piso. Las manos en la cintura, la cabeza gacha, los ojos bien abiertos sin ver realmente nada. El sudor baja del pelo, un poco más largo de lo normal, atraviesa todo el camino por las mejillas y se junta en el mentón, salta en caída libre y es interrumpido en su vuelo por mi barriga agitada dentro de la camiseta del equipo ruso que suelo usar. Siento un hormigueo en las piernas que no me gusta nada, y tengo razón: el hormigueo va a durar aproximadamente dos semanas más. El dolor en la parte baja de la espalda todavía no se acentúa. Sigue allí, emitiendo réplicas alarmantes pero no alcanza todavía esa magnitud casi paralizante. Al día siguiente lo sabré con certeza. Repaso mentalmente el movimiento que acabo de hacer, como si fuera visto desde afuera, tratándose de otra persona. Uno de los tantos vídeos sobre peso muerto que he visto durante todo este tiempo. En la barra no está el peso total de la serie que debo realizar. Es apenas el calentamiento. Voy en la mitad de la rutina. Debo parar, pero no lo hago.

Una de las cosas que se suele decir es “escucha a tu propio cuerpo”. Vivo con un hombro que traquea cada que hago dislocaciones. Traquea, también, el tobillo derecho, casi que a voluntad, desde hace unos veinte años. Se siente raro tener que establecer un periodo de tiempo vivido como dos décadas, pero eso es lo que lleva sonando mi tobillo. Estiro los dedos del pie y trazo un movimiento circular, ese es el ritual para generar incomodidad en quien me escucha. Es un ruido horrible. En la misma pierna siento la rodilla como en un hilo. Es un término de mi abuelo, aunque él lo utilizó con el hígado, una señal para que no le diagnosticaran cirrosis. Que sintió el hígado en un hilo, entonces dejó de tomar. En mi caso, uso el término porque hay cierta dificultad a la hora de controlar el movimiento. Puede ser por la bicicleta. No hay que bloquear totalmente la rodilla, ni extenderla mucho, hay que garantizar un ángulo de unos trece grados, digamos, cada que se pedalea. Pero no lo hago. Es solo la rodilla derecha. La siento débil, pero no me falla. Es un hilo resistente.

Mientras sudo y me concentro en el dolor, desaparece la música de mi celular, también el escándalo del gimnasio, la mezcla de gemidos, risas y el metal moviéndose, o más bien siendo interrumpido en su trayecto. No veo a los demás hablar por encima de los audífonos, o saludarse a dos tiempos con el choque de manos y luego la palmada sosa que quién sabe cuándo ni cómo o por qué se instauró como un nuevo símbolo universal. Trato de evaluar el daño: sigo de pie. El calor en la cintura. La barra cargada, en el piso. Dejo que pase el tiempo, noventa segundos, para intentar de nuevo. Fallo luego de dos repeticiones. Me agacho. Duele. Libro a la barra de los discos de veinte kilos, y duele de otra manera. Trato de hacer la primera serie de remos, pero es insoportable. Busco mi mirada en el espejo. Los sonidos parecen recuperar su nivel, y yo me estanco en mis movimientos. Pienso en las modelos de instagram que miro todos los días paseando en yates o en carros lujosos, especímenes perfectos de algún tipo de abundancia. En los barbudos de youtube con sus sermones chistosos y consejos que en algún momento se me escaparon. En los mutantes del gimnasio, seres anchos de espalda con las piernas delgadas, triángulos andantes, que gritan cada que terminan una serie. En los gordos que usan cinturón para hacer curls de bíceps. En la instructora que camina erguida, maquillada solo en sitios específicos de la cara, dejando que su acné pueda respirar, concediéndole el tiempo necesario para que se cure por sí mismo. En la manera en que sus nalgas hacen un guiño cada que da un paso. En mi triste e inmóvil reflejo, en medio de tanto alboroto, fijo en la pared del fondo. Pienso en si alcanzo a llegar a casa. En lo desastroso que puede resultar sentarme en la bicicleta. En qué debo hacer. Si tomar una ducha, o salir de una vez. El aire se siente cálido cuando respiro por la boca. Me siento roto. Considero opciones peores que dejar de venir al gimnasio: en no poder practicar un deporte. En pasar el hilo de la rodilla derecha a la parte baja de la espalda. Siento que si doy un paso voy a partirme en dos, como en esas viejas caricaturas.

Luego de la primera semana, con mucho reposo, algunos ejercicios y con la garantía de tres médicos diferentes de que no se trata de nada grave, pienso en volver. Pero duele al sentarme. Una bola de nieve que comienza desde la nuca, recorre la colina de la espalda y se estrella contra mis testículos. No es nada grave. Es solo dolor. Un espasmo. Solamente eso. Se recomienda reposo. Y estirar de esta manera. No sentarse. Reconozco una presión incómoda en la espalda, no logro deshacerme de ella de ninguna manera. Imagino ser halado por las extremidades con fuerza, aliviando esa tensión. Pero no sucede nada. La debilidad viene acompañada de los cambios físicos. Los brazos dejan de parecer algo ligeramente sólido. Son muchas más las zonas que tiemblan frenéticamente cuando me cepillo los dientes, un recuerdo de hace unos 17 kilos. Acostarme boca abajo, haciendo cobras. Sintiendo temblores raros en el muslo izquierdo. Son las cosas que se van acomodando, dicen. No es nada grave. Es solo dolor. Sigo con las recomendaciones, escuchando a mi cuerpo. Luego de dos semanas de acostumbrarme a sus gritos, de sentirme literalmente sordo ante sus ruegos, vuelvo al gimnasio. Luego de hacer cardio, de sostener mi cuerpo con mis brazos haciendo fondos, salto a las barras laterales, y dejo que la gravedad haga lo suyo. Luego de varios intentos, de estirar, de las cobras, del YTWL boca abajo, siento que algo se libera, el dolor cede un poco. Me suelto. Siento que hay partes de mí que rebotan luego de caer. Levanto la mirada, y noto a casi la misma gente que ha seguido viniendo al gimnasio durante estas dos semanas. Noto cambios en su complexión. También en la mía. Todavía no estoy preparado para seguir con el mismo ritmo, pero me monto en los aparatos de cardio y los configuro para mucho más tiempo del usual. El sudor no tarda en llegar.