miércoles, 8 de noviembre de 2017

How Do you Sleep.


Está uno recostado contra uno de los racks descansando el alma y el cuerpo y considerando el por qué es necesario volver a levantar cosas pesadas una y otra vez luego de suspender esa actividad, de nuevo, un tiempo. Esta vez por una gripa y un malestar estomacal no simultáneos que duraron casi semana y media, recostado midiendo los estragos de la falta de entrenamiento por miserables diez días. Diez. El corazón se escucha por encima de los audífonos, que aúllan más que todo el ruido de la vida y el mundo dentro del recinto este con todo lo que contiene, la música absurda y los gemidos casi orgásmicos de la demás gente toda levantando cosas pesadas una y otra vez. Pero me concentro luego de la tercera serie de la prensa militar, tras aligerar la carga de la barra que ahora de manera visual se siente un reto minúsculo, irrisorio, porque todos los que estamos aquí sabemos que levantamos una y otra vez cosas pesadas evaluando nuestro límite con los ojos: solo necesitamos ver que es algo muy, muy pesado, para intentar moverlo. No importa si se hace bien: una aproximación mediocre y ligeramente exitosa puede ser la mejor recompensa. Y, después de eso, la verificación exhaustiva en el espejo midiendo los músculos que no han crecido nada en los últimos segundos, aunque nos convencemos de lo contrario. Entonces sigo concentrado en el fracaso íntimo de una barrera que siento nunca voy a superar, y que me enfrenta no contra la depresión de saberse débil sino la que da siempre luego de romper la constancia. Pero prefiero esa a la otra, la de lo externo, los síntomas de una crisis de esas existenciales que me urgen mandar todo a la mierda. Prefiero sudar y descansar antes de volver a levantar la barra hasta que me duelan las muñecas.

Pero viene alguien que rompe el hechizo. Una mona, una joven rubia (porque ahora todo el mundo es joven, una de las desventajas de acumular días y días y días: se pone a uno a celebrarle aniversarios a las cosas que ya conoce, o vivió, o de las que fue testigo alguna vez) con ojos de un color curioso que se no siente real, y con el rostro envuelto en uno de esos filtros que usa instagram cada que reconoce a una persona en la cámara del celular. Me fijo en los detalles áridos de toda ella que revela un paisaje artificial, adornado por la consabida ropa de entrenar de marca. Las tetas, el culo, esculpidos con maestría, y la cara vacía de vida. Dice cosas. Saluda, me pregunta cómo estoy, a lo que respondo con el universal resumen ejecutivo: bien, pero no devuelvo la cortesía, no es necesario. Quiere saber si me demoro en el rack. Le digo que me faltan cuatro series, y entonces sonríe juntando todas las piezas de su rostro y muestra unos dientes muy blancos diciendo que mejor espera a que termine. Y se va. Y me quedo mirando. Veo como deja de ser una aparición personalizada para fundirse en el fondo del escenario, veo como se pierde entre tipos grandes y gruesos que tienen torcido el tronco hacia el frente, con la parte trasera de los deltoides poco definidos, lo que ocasiona esa egocéntrica joroba; perderse entre otras mujeres más que definen su apariencia con ayudas poco verosímiles que no entiendo; entre otras dos o tres viejas que siento que son hermosas pero que, al final, pueden ser otro tipo de espejismos; perderse entre los grandulones de siempre que utilizan un cinturón para hacer curls de bíceps. Aunque, claro, al frente de todo eso, inmerso, aunque no quiera reconocerlo, estoy yo, juzgando, detrás de mi generosa capa de grasa, que elimina automáticamente la validez de cualquier crítica.

Once you befing lifting, dice el dicho, you’ll be forever small. Hoy, luego de diez días, pude completar toda la serie de barras, y los fondos. Los brazos me arden. Siento unas, tal vez, quince mil picadas pequeñas en cada muslo, luego de las sentadillas. Siento la espalda mojada. Me retruenan los oídos. Siento los brazos flacos. Veo a la maniquí entrenar sus gemelos con la pareja de turno. Suena la alarma de mi celular. Veo la barra, y me sitúo debajo de ella. Luego de mucho esfuerzo me rindo a la tercera repetición. Suelto un hijueputazo de pura decepción. Ya siento las quejas de todo el cuerpo por la ausencia de ejercicio, aunque no tanto por eso como por la terquedad de volver hoy, en lugar de no hacerlo nunca.

Vuelvo a resetear la alarma del celular. Vuelvo a recostarme en el rack. Hijueputa barra, pienso, si pude con las sentadillas, no me va a quedar grande la prensa militar.



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