miércoles, 14 de agosto de 2019

Emotional Haircut.


En la salita esta que no tiene nada sino dos sillas, una báscula con dos lacitos para medir la masa muscular y un estante, estamos Daniel y yo, reunidos. Daniel dice que estoy muy gordo. Es una apreciación bastante obvia, la verdad. Y sigue hilando obviedades: que la mejor arma no es tanto el ejercicio sino la dieta, y una vez me prometo hacerlo mejor, porque ya lo sé, porque todo esto es obvio, y sin embargo acá estamos, Daniel y yo, en la sesión de valoración en el nuevo gimnasio. Este es el tercer gimnasio al que asisto, y es la cuarta o quinta vez que lo hago. Según la aplicación que guarda las rutinas, la última vez que estuve en uno fue en noviembre de 2017. Hace casi dos años.

Y en dos años han pasado muchas cosas para que las cosas sigan igual.

En la mesa de noche ahora hay una matica que me dieron la otra vez por lo de un grado en la universidad, hace dos años, la misma época en la que por última vez iba al gimnasio, pero sin el dolor de espalda. La dejé en el patio de la casa, que hace mucho tiempo estaba llena de matas, tal vez por eso mismo, pero hace unos tres meses la rescaté y la tengo ahí, supuestamente para ayudar a limpiar el aire en el cuarto. Procuro dejarla a la luz del sol, y regarla de vez en cuando, siguiendo un método empírico de prueba y error, valorando apenas su aspecto. Ahora tiene unas ramitas más que antes, y un color más intenso. No fue solo el tiempo, sino un poco de cuidado. Tengo la mata en la mesa de noche y el reloj en la pared para seguir el paso del tiempo, como si los días o las fechas del calendario no marcaran nada, y tal vez es eso: se necesita una mejor forma para seguir el tiempo. Ahora está más verde, y dentro de poco habrá que conseguirle una matera más grande.

El gimnasio, a pesar de ser diferente, presenta los mismos síntomas de los otros en los que he estado. Ahorita estoy pagando un poco más por la conveniencia de que esté en la ruta a mi casa siempre, para evitar excusas. La última vez pagué 6 meses de subscripción sin asistir, por eso mismo: me llenaba de excusas para desviarme. El título del blog es “Don’t Quit!”, pero debería ser “El Triunfo de la Inconstancia”. O algo así. Pero hacía falta. Un señor (un señor más señor que yo) me preguntó el otro día, en la oficina, si no me daba pereza andar todos los días en bicicleta. No recuerdo en dónde fue que leí que montar en bicicleta no era que quitara la depresión sino que después de bajarse no daban ganas de morirse, y la respuesta fue por esas mismas líneas, y que me hacía falta un poco más del otro ejercicio. El de sentir los brazos (no tanto las piernas, por la bicicleta) no tan sueltos, y dejar de pensar que llevo un vestido de gordo en un cuerpo casi sin músculo. Levantar cosas, sudar, eso hace falta, también, así uno quiera morirse luego. Le dije a Fernanda, que lleva toda la vida levantando cosas (aunque ahora las levanta a medias: hace crossfit, pero ya se le pasará), le dije que luego del primer día sentía un dolor bonito. No el eterno dolor de espalda, o el de la ansiedad, que es dolor a otro nivel, sino es lo que debe sentir la matica de la mesa de noche cuando le dan ganas de crecer. Un dolor bonito. El viernes pasado hice la rutina de dos días, porque el miércoles, festivo, me inundó la pereza, y todavía me duelen las piernas. El viernes anterior a ese subí el puente de la 26 con 50 con el amor en la bicicleta (¿qué tanto pesa el amor?, pesa más que levantar cosas pesadas), y me dolieron las piernas, y sentí el corazón a mil, y los pulmones al rojo vivo, un ardor en todo el cuerpo que liberaba presión en forma de carcajadas, todo un dolor apaciguado por un montón de adrenalina. Pero todo eso siempre es un dolor bonito. Un dolor hermoso que comienza a reconfigurar vainas, que surte efecto en algo. Pienso, tal vez, que distrae. Un dolor que distrae de todo lo otro que hace daño.

Llevo tres semanas yendo al gimnasio. Todavía estoy aprendiendo a no mirar cómo hace ejercicio la otra gente, porque no importa si fallan en la forma (yo, tanto que miro y repito y me preocupo, y lo hago mal) sino que están allí. El progreso es progreso, y lo mío es todo lo contrario. Estoy comenzando, de nuevo, y no puedo estar en esa posición para valorar qué o cómo hacen los demás. Llevo tres semanas aprendiendo a dejar pasar si hacen todo mal, o todo bien. Cuando uno medita la idea es fijarse en algo y darse cuenta que todas las cosas que a uno se le ocurren son pasajeras. Cuando medito el corazón late igual, o un poco igual, mientras algunos pensamientos pasan a primer plano: mis cosas, mis deberes, mis reacciones, mis opiniones. Limitarse a levantar cosas pesadas es un poco más de eso mismo, dejar todo atrás, estar en ese momento. No encerrarse en una versión del mundo con uno como protagonista, sino uno más. Juzgar es imponer un poco la voluntad propia en la vida de los demás. Y eso como que no importa. Eso es como tan chiquito.

Cada que suena la alarma de la aplicación de la rutina en el celular sé que es el momento de la acción, que la pausa ha terminado. Soy uno con la barra de metal y los discos de quince libras. Soy uno bajando y subiendo, soy uno en ese movimiento que, a decir verdad, no tiene un propósito claro para el gran esquema de las cosas, un movimiento que no va a cambiar el mundo. Pero soy uno con el aire que exhalo. Soy el latir acelerado y el cuerpo acalorado. Soy las piernas temblorosas llenas de un dolor bonito.



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