Tener la espalda quemada por el sol es una sensación nueva. O no tanto nueva, sino poco común porque es resultado de algo que casi nunca hago: exhibirme sin camiseta en tierra caliente. Con la barra en la espalda la incomodidad es más intensa, pero igual creo que los gimnasios son templos del dolor.
Alrededor la gente gime, o grita, expresiones instantáneas a las que sucederán algunos calambres y molestias musculares. En mi caso, aparte de las consecuencias de estar jodiendo toda una tarde sin camiseta, me duelen los muslos. Es una vibración baja en la parte más ancha de las piernas. La siento al pararme, y a veces al subir escaleras. Todos los tejidos que me componen tratando de recuperarse de esta forma de estrés que resulta de montar en bicicleta todos los días y de venir ocasionalmente al gimnasio. Los brazos, también lastimados por el sol, no duelen, solamente permanecen rojos, y ya lucen un poco la resequedad característica de ese proceso: la piel muerta, de a poquitos, que brota en el aire, como una bruma. Es aquí donde más caigo en la cuenta de todo lo que voy dejando atrás, una huella que dejo en el piso, boronas de mí mismo que son el efecto visible de salir de viaje en un día feriado.
No hago mucho esfuerzo para arrojar mis cenizas. Ellas vuelan con total libertad, y en cantidad alarmante, todas en movimientos circulares aprovechando el silencio estéril que me rodea cuando camino, o que emergen hacia arriba justo después de saltar. Hay algo de bello en todo eso, el contraste de aquello que se pretende construir y lo que evidencia la destrucción. El dolor de los músculos, resentidos por el uso, y el suave baile de mis restos que se desprenden sin ningún anuncio. Sigo la rutina entendiendo que a fuerza de repetición se logra algo, pero me pierdo en esos pequeños puntos blancos que dejo en todo lado. Estoy nevando. Estoy siendo reducido a nada, con la cantidad de piel que voy dejando. Muriendo de a poquitos, de manera mucho más evidente. Son tantos los restos que me preocupo. Miro mis brazos, pero siguen enteros. Sigo aquí, completo, a pesar de todo.
Tener la espalda quemada por el sol no es excusa para dejar de cargar la barra y comenzar las sentadillas. Ese sonido de algo que se rompe aparece de nuevo. Esta vez no soy yo. Es mi pantaloneta.
Termino la serie, en medio de mi misma tormenta. Me toco el culo, sin poder ver la magnitud del daño. Me río, porque no hay nada más qué hacer.
Me río solo, rodeado de mí mismo.
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