Tropicana pone buena música antes de las 6 de la mañana. Lo tenía el taxi en el que me subí, bien temprano. La ciudad todavía oscura, no recuerdo cuándo fue la última vez que madrugué tanto, sin contar la noche esa en la que no pude dormir. Llegué apenas a la hora que era. Todos se estaban cambiando, entonces hice lo mismo. Chao blujean, hola protección para la pantorrilla, hola canilleras, hola medias, hola guayos. El profe me miró mal porque reconoció que no fui a entrenar la semana pasada. No le puse cuidado. En medio de esa oscuridad se alcanzaba a ver lo rojo de mi pierna. No es muy difícil, la desventaja de tener la piel tan blanca. Sentí algo incómodo, pero luego de patear el balón no pasó nada.
Entrené con optimismo. Paredes, relevos, centros al área. Me salió un centro bien bonito, no sé cómo le pegué. Sentí que estaba volviendo, que podía jugar de nuevo, tras quince días de inactividad. El mismo tiempo que duré alejado del gimnasio.
Llegó el momento para jugar, nos dividimos en dos equipos. En el nuestro nadie quiso meterse al arco, entonces yo lo hice. Saqué un remate al palo derecho, me estiré cuanto pude. Luego simplemente cogí el balón en un centro y caí en el costado izquierdo. La protección de la pantorrilla se corrió. Sangre. Ardor. Otra vez el calor en la pierna. Salgo de la cancha, me echo agua. Noto la pierna toda tierna, entonces me quito todo y me aplico crema. El profe se alarma, le digo que era algo de hace dos semanas, que por eso no había ido, me mira bien y dice que no debería continuar. Eso mismo pensé. Ganamos 1 a 0, pero no vi el gol.
Hay un protocolo raro al terminar los partidos. Uno se da la mano con el rival, y con la gente que no conoce. Es casi una regla de etiqueta para todo aficionado: dar las gracias por el juego. Todos me miran la pierna. Son casi las 8 de la mañana, el sol alumbra bastante, lo que hace evidente el daño. Todos preguntan si duele, obvio que sí, pero no pasa nada. Nunca pasa nada.
De vuelta a la casa entro al gimnasio. El otro profe, el que siempre ha estado desde que voy al gimnasio, me saluda en medio de la normalidad, salvo lo de la pierna. Está acostumbrado a los periodos en los que no voy a levantar pesas. El gimnasio está casi vacío. Le quito el 10% al peso que tenía programado para esa sesión, pero siento todo muy duro en la sentadilla, y todavía hoy me duelen las piernas. Quería salir a ciclovía, el domingo, pero no pude, no había con qué. Definitivamente no podía ir al campeonato: me conozco, si voy, termino jugando. Si juego me termino abriendo la herida. Se tiró una semana de cicatrización, dijo Hugo. Sí, en efecto. En una jugada cualquiera. La telita rosada que lleva una semana de nueva cubriendo la herida, ahora tiene unos puntos rojos oscuros. Vuelve a molestar. Domingo y lunes me despierto temprano, pero no salgo de la cama. Pienso en lo difícil que se volvió hacer algo que apenas hacía hace quince días. Imagínese, entonces, lo que es retomar algo que uno tenía olvidado. Todas esas pausas porque o la vida se mete, o uno se deprime, o lo deja de hacer. Y duele. Se va volviendo uno el resultado de todos esos abandonos.
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