Hace dos días no voy. Volví sin que nadie me extrañara, lo que se está volviendo costumbre en muchos aspectos de la vida. Pero para eso tengo los otros blogs. Volví ya sin gripa pero con muchos mocos que se derritieron y salen por montones, estirándose en su color uniforme y aspecto desagradable. Me gusta la densidad que tienen los mocos, increíble que uno pueda tener eso dentro del cuerpo. Parece que nunca se van a acabar. Hay muchas más personas ahora. Elizabeth sonrió cuando le volví a pedir un Gatorade de cualquier sabor, que solamente estuviera helado. Esa fue la única condición que le pedí. Elizabeth, creo, se ríe por todo. Creo que ese es su trabajo.
El Mono hoy le dijo a otro compañero que tenía un consejo buenísimo. Luego que terminó de hacer su primera serie con la máquina de polea alta le ofreció bocadillo y una botella. Tenía que comer el bocadillo sin masticar mucho, luego tomar agua, casi sin respirar. “¿Siente cómo le llega?” le iba diciendo mientras el otro seguía las instrucciones al pie de la letra. Se miraban los brazos y asentían. Me acordé de cuando decían que los ciclistas subían la montaña con un pedazo de panela en la boca, que ese misticismo no tenía otro sustento que la creencia de estar haciendo algo que podría tener una diferencia. Un placebo, pues, algo como lo que siento yo cada que voy al gimnasio. Estos dos días han sido peores, pero hoy ya hay una calma de esas que da el cansancio. Esperar a ver cuánto dura.
Dudé mucho antes de hacer el saludo al sol al terminar la segunda ronda de cardio. La gente en las bicicletas miraban con curiosidad los movimientos que hacía, pensando que ese no era el lugar para eso. Ahora estoy resultando un gordo que hace muchas cosas sin una razón aparente, pero igual no importa tanto que entiendan o no todo ese tipo de cosas.
Ah, y no me gusta el bocadillo. A lo mejor a Elizabeth sí.
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