Algunos llevan la misma ropa todos los días. Salvo los tenis. Las manchas en las camisetas se hacen pesadas y evidentes sin que hayan comenzado a sudar. Creo que mantienen la ropa de esa manera para que adquiera alguna intimidad con ellos: el atuendo del entrenamiento que muestra en su suciedad el avance que se va cosechando con cada jornada.
En mi caso llevo la única sudadera que tengo, con un saco que me queda grande y esconde gran parte de lo que quiero dejar atrás. Debajo de él uso una camiseta ajustada como un recordatorio de la meta. La camiseta la cambio todos los días.
Cuando monto en la elíptica siento que se me van todas las fuerzas mientras los demás siguen en su increíble constancia. Siento que me ven como el punto del que partieron alguna vez, y yo me pregunto si puedo llegar a verme en su lugar. Miro el reloj a cada rato para saber cuánto me falta, y a veces me arden las piernas, o siento que no puedo seguir con ese ritmo. Me da por pensar en la fragilidad de mi cuerpo, pero recuerdo entonces los pequeños y tontos abusos a los que lo sometí con cada mal paso, intentos de sobredosis o simplemente esas manifestaciones de cosas que, igual, no hicieron nunca mucho daño. Que a final de cuentas lo hicieron ver como algo poderoso, infranqueable.
Pero ahora miro el reloj, que se niega en avanzar. Soy el único que lo hace. Le pido a mi cuerpo que aguante el esfuerzo. Que tan solo me regale otros diez minutos más.
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