jueves, 19 de septiembre de 2019

Road To Nowhere.


Hace casi tres semanas comenzó el torneo de fútbol de la universidad, como siempre, y apenas jugué me dolieron las piernas. Me duraron doliendo unos días, entonces fui al gimnasio a medio día, en lugar de almorzar, y me puse a correr en la máquina esa que todavía no sé usar. Fui a la sede que queda en Chapinero, a la que ya he entrado tres veces. La distribución del sitio es diferente, y la gente es diferente. Los instructores no. De hecho, reconocí a algunos instructores en la publicidad que tienen en esa sede. Ya no es la perfección de otros países, sino la gracia de los de aquí. Todavía no referencio a mis compañeros de rito en Chapinero, pero en las Américas ya dos personas me saludan, con alguna reserva.

Siempre me ha pasado eso. Voy a lo que voy. Y voy a mirar, también, esa curiosidad que me da cuando la gente hace ejercicio, en principio para juzgar pero luego simplemente para mirar algo. A veces me pongo a mirar a la calle, por los ventanales grandes, y veo el trancón. Si las máquinas para correr quedaran del lado de la avenida, no es que todo tuviera más sentido sino que estaría más apropiado. Pura gente sin llegar a ningún lado.

Desde el primer partido cada que voy al gimnasio me planto en la máquina esa y corro un rato. El primer día fueron cinco minutos, y ahora casi alcanzo los 10. Como siempre llego en bicicleta lo único que hago es estirar, porque doy por descontado el cardio. Pero montar en bicicleta no es lo mismo que correr, y mi cuerpo me lo recuerda.

Cuando corro sudo mucho, y me pongo colorado. Empiezo a recorrer el cuerpo haciendo un chequeo de qué duele y qué no. La rodilla izquierda, como siempre, no colabora. Cuando corro y me fijo en mi rodilla izquierda caigo en la cuenta que hay ya cierta dificultad con algunas cosas. Puede ser algún síntoma de la edad, como lo puede ser el tratar de poner las pesas en su sitio cuando termino la rutina, o antes, porque la gente va al gimnasio a ponerse audífonos para hablar constantemente unos con otros, gemir y a que le alcen el reguero. Eso es una constante, a la gente no le gusta alzar el reguero, en ningún lado, y yo me estoy fijando en eso. La rodilla, las piernas, y alzar el reguero pueden ser un síntoma de mi edad. Y eso me preocupa. Me preocupa más que las canas, o que las arrugas.

Ya no protesto cuando corro. El primer día le tenía mucha pereza, pero lo hacía para adaptar el cuerpo a usar las piernas de esa manera. Ese día corrí un poquito más de lo que pensé que podía, con todos los cansancios que llevo puestos. Y cada día que lo hago corro un poquito más, sorprendiéndome de la tolerancia a la explotación física a la que me someto: casi veinte kilómetros diarios en bicicleta, ayuno algunas veces, y correr, aunque sea poquito.

Cuando corro sudo mucho y siento rara la rodilla. Pero sigo corriendo, y me dan ganas de correr todos los días. Me pasa lo mismo que con la bicicleta: me da pereza montarme, pero arriba es otra cosa. Otro mundo. Es otra forma de silencio.



Talking Heads - Road To Nowhere
La Roux - Uptight Downtown

miércoles, 4 de septiembre de 2019

All I Want.


Tener la espalda quemada por el sol es una sensación nueva. O no tanto nueva, sino poco común porque es resultado de algo que casi nunca hago: exhibirme sin camiseta en tierra caliente. Con la barra en la espalda la incomodidad es más intensa, pero igual creo que los gimnasios son templos del dolor.

Alrededor la gente gime, o grita, expresiones instantáneas a las que sucederán algunos calambres y molestias musculares. En mi caso, aparte de las consecuencias de estar jodiendo toda una tarde sin camiseta, me duelen los muslos. Es una vibración baja en la parte más ancha de las piernas. La siento al pararme, y a veces al subir escaleras. Todos los tejidos que me componen tratando de recuperarse de esta forma de estrés que resulta de montar en bicicleta todos los días y de venir ocasionalmente al gimnasio. Los brazos, también lastimados por el sol, no duelen, solamente permanecen rojos, y ya lucen un poco la resequedad característica de ese proceso: la piel muerta, de a poquitos, que brota en el aire, como una bruma. Es aquí donde más caigo en la cuenta de todo lo que voy dejando atrás, una huella que dejo en el piso, boronas de mí mismo que son el efecto visible de salir de viaje en un día feriado.

No hago mucho esfuerzo para arrojar mis cenizas. Ellas vuelan con total libertad, y en cantidad alarmante, todas en movimientos circulares aprovechando el silencio estéril que me rodea cuando camino, o que emergen hacia arriba justo después de saltar. Hay algo de bello en todo eso, el contraste de aquello que se pretende construir y lo que evidencia la destrucción. El dolor de los músculos, resentidos por el uso, y el suave baile de mis restos que se desprenden sin ningún anuncio. Sigo la rutina entendiendo que a fuerza de repetición se logra algo, pero me pierdo en esos pequeños puntos blancos que dejo en todo lado. Estoy nevando. Estoy siendo reducido a nada, con la cantidad de piel que voy dejando. Muriendo de a poquitos, de manera mucho más evidente. Son tantos los restos que me preocupo. Miro mis brazos, pero siguen enteros. Sigo aquí, completo, a pesar de todo.

Tener la espalda quemada por el sol no es excusa para dejar de cargar la barra y comenzar las sentadillas. Ese sonido de algo que se rompe aparece de nuevo. Esta vez no soy yo. Es mi pantaloneta.

Termino la serie, en medio de mi misma tormenta. Me toco el culo, sin poder ver la magnitud del daño. Me río, porque no hay nada más qué hacer.

Me río solo, rodeado de mí mismo.




image