Hace falta la balaclava. Los guantes. El reflectivo. Ya tengo un casco, me tocó comprar, pero a lo mejor me antojo de otro. Ya tengo la cadena, la luz trasera, roja, y la delantera, blanca. Ambas son recargables. Hoy las dejé en el parqueadero, pegadas a la bicicleta, pero solo hasta cuando volví a la casa caí en la cuenta de que debí quitarlas, porque se las podían llevar.
Me demoré veintiséis minutos hasta la universidad. Dejé la bicicleta colgada, y me fui caminando al trabajo, otros veinticinco minutos. De regreso fueron otros veintiséis minutos, porque se me cayó la cadena llegando a la casa. Creo que todavía tengo grasa en las manos. No sé si reemplazar la bicicleta, esta me la regaló mi abuelo, hace ya mucho tiempo. Mi abuelo murió hace como doce años, la bicicleta debe tener más. Mejor la arreglo, le cambio cosas. Hoy la sentí muy dura, o puede ser que el tieso sea yo. Eso es lo que pasa con los años, el cuerpo le parece a uno extraño, como si ya no fuera de uno. Además, estuve por la mañana en el gimnasio, a lo mejor mañana amanezco sin piernas.
Ojalá no. Creo que todavía aguanto un poco más de abuso.
Llegué sudado, pero contento. O no tanto contento sino tranquilo, pensando en qué escuchar mientras ando en la bicicleta y camino todo lo que tengo que andar. Humberto me preguntó que por qué, y pues le dije que si no hago algo diferente me voy a terminar deprimiendo más. Y pues sí, o sí pero no. Es decir, hay razones: que plata, que tiempo, que cosas. Hoy, por ejemplo, me demoré casi la mitad que esperando transmilenio, aunque perdí la hora, o media hora, que le dedico a leer, así sea un poquito, en el transporte. Hay que recuperar ese espacio. Hay que acabar otros tantos. Llevo escuchando música como hora y media, buscando la letra para poner acá. Pude haber leído. Pude haberme acostado. Tantas cosas. Mañana no voy al gimnasio. Mañana saco a Tim, y mido que tan tenaz está el asunto de las piernas. Todavía tengo el corazón acelerado. Buena vaina: estoy vivo.